lunes, 7 de noviembre de 2011

Érase una vez...

Por las noches, antes de ir a dormir, rogaba a mis padres por que me contaran un cuento. Ellos no sabian mas que uno. Se trataba de las pericias de una familia árbol por superar la sequía de esa tierra; afortunadamente, al final llovía y todos habían aprendido a ser mas fuertes.
Por años, harta de ese solo cuento, devoraba (casi literalmente por que la lectura de un libro me brindaba mis 4 comidas diarias) todos los cuentos que encontraba a mi paso. Y luego se los contaba a mis compañeros de jardín. Me llamaban LaCuentaCuentos.
Al terminar este ciclo, los cuentos fueron reemplazados por la busqueda de amigos en primaria. Yo solo ofrecia cuentos y eso no les interesaba. Deje los textos para acomodarme y lo logre: tuve amigos y enemigos; una vida normal.
En base a estas experiencias, pensaría que un cuento tiene valor solo en la infancia. Sin embargo, ahora que deje la adolescencia y esa necesidad de interesar a otros en vez de a mí (sin incluir el empleo, claro) los cuentos recuperaron su valor. Me transmiten sonrisas, ideas, empatía, rabia, tristeza; y lo que mas me gusta de un cuento, es sacar ideas para darme cuenta que estoy viva y feliz de hacerlo como me gusta sin dañar a nadie.


Ha pasado tiempo, muchísimo tiempo desde mi ultima publicación. Para inaugurar, quise realizar un monólogo del recurso primario en estos sitios: los relatos cortos o cuentos. Este texto sólo es una reflexión desordenada, pero dejo la pauta de que el siguiente casual infectado piense que valor tiene estos cortos acompañantes duarnte cada etapa.

Ahora volví